El psicólogo Juan Macías analiza para Ociogay.com el fenómeno, aún
poco estudiado.
Por Juan Macias
Ociogay.com
La violencia en parejas del mismo sexo es una realidad compleja y
poco conocida, se ha opinado mucho pero a veces con poco acierto.
La violencia doméstica es el marco de referencia para interpretar
la violencia en pareja, nombra las agresiones físicas, psicológicas, sexuales o
de otra índole, que se producen en el ámbito domestico-familiar. Sin embargo
intereses políticos han reducido la violencia domestica a la violencia de
género (sin cuestionar la necesidad de este enfoque, sino su uso político), se
ha armado un sistema de recursos para la violencia domestica que admite
únicamente a la violencia en pareja heterosexual cuando el hombre agrede a la
mujer. Esta construcción social del hecho violento en pareja, reducido a la
violencia de género unidireccional, distorsiona el abordaje a la violencia en
parejas del mismo sexo.
La perspectiva de género en el estudio de la violencia es
absolutamente imprescindible, pero no suficiente. Existen otras violencias y
otras formas de ejercer el poder y la agresión. Se ha propuesto el término
“violencia intragénero” para definir la violencia en parejas del mismo sexo.
Definirlo en función al género reduce nuestro campo de visión, es preferible un
término que aborda de manera igualitaria y sin prejuicios esta realidad: la
violencia domestica o en el ámbito familiar. Recupera el énfasis en el tipo de
relación, familiar e íntima. Este matiz tiene serias implicaciones sociales,
asistenciales y legales. Actualmente una agresión en una pareja de hombres, es
tramitada por vía penal de manera similar a una agresión física por parte de un
desconocido. Si es una “mujer maltratada”, se tramita de forma distinta y se
entiende que la agresión precisa recursos psicológicos, asistenciales y
legales; valorando la dificultad de los procesos emocionales, sociales y
económicos asociados a la denuncia y al delito. Todo esto no sucede en el caso
de dos hombres o dos mujeres. La ley de violencia de género no les incluye,
únicamente tienen cabida, hasta ahora de forma excepcional en la ley de
violencia domestica (articulo 173.2 del código penal: “… El que habitualmente
ejerza violencia física o psíquica sobre quien sea o haya sido su cónyuge o
sobre persona que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de
afectividad aun sin convivencia…”). Lo esencial no es el género, sino el ámbito
y naturaleza de la violencia. La violencia domestica implica procesos
emocionales, de poder o dependencia que precisan de apoyo externo y protección social y legal, para un menor agredido, para una madre
maltratada por su hijo, para una persona dependiente que recibe tratos
vejatorios, para un anciano que sufre castigos físicos, para un inmigrante
irregular al que sus familiares obligan a prostituirse…y también para un hombre
o mujer que sufre violencia en su pareja, independientemente del sexo de esta.
La violencia en parejas del mismo sexo en España, es tan invisible
y poco reconocida como lo era la violencia hacia la mujer hace unas décadas,
existen muy poca información sobre su prevalencia y características. Estudios
internacionales marcan el porcentaje entre un 25% y un 33%, cifra similar al
mismo fenómeno en parejas heterosexuales, la edad media de la persona que busca
ayuda esta entre los 30 y los 44 años y aunque no hay acuerdo, marcan una
tendencia de mayor frecuencia en parejas de mujeres, (en este dato se mezclan
muchos factores, el género, las pautas educativas, los modelos de vinculación
de pareja, los recursos de ayuda, etc.). Sucede en general en parejas estables,
y en algunos casos el estatus legal parece “legitimar” el maltrato. El
principal referente nacional es el estudio pionero y muy de agradecer del
Centro Aldarte.
Aunque el proceso de violencia en parejas del mismo sexo es similar
al de la pareja heterosexual, existen elementos
diferenciales que precisan una exposición detallada. La más
significativa es que las parejas de mujeres y las parejas de hombres presentan
claras diferencias:
Las parejas de lesbianas donde existe violencia, repiten de forma
más visible los patrones heterosexuales asociados a la violencia en pareja. Los
celos, la dependencia emocional, el control, la falta de autonomía, el
aislamiento social y afectivo, la idea de posesión, la descalificación y
humillación, etc. Las discusiones se inician en relación a las “normas” o
modelo de pareja, en general en relación al ejercicio de la autonomía, frente a
la obligación de lo común. En el ciclo de maltrato, la “luna de miel” o
“compensación” la parte que ejerce el maltrato cubre las necesidades,
afectivas, emocionales y de seguridad de la pareja, que suele estar aislada y
carente.
Sucede con mayor frecuencia en parejas estables y es la persona con
mayor poder quien ejerce el maltrato; no necesariamente poder económico o
social como en la pareja heterosexual, es “más poder emocional” o fuerza de
carácter.
En las parejas jóvenes, es frecuente la llamada violencia cruzada,
donde de forma reactiva ambas partes se agreden (aunque una de ellas lo haga en
defensa), también presentan con más facilidad agresiones verbales y físicas;
mientras que en parejas de más edad está más presente la violencia psicológica
y emocional, junto a episodios puntuales de violencia física. El consumo de
sustancia aparece en ocasiones asociado a las agresiones físicas, sin ser un
dato significativo.
La invisibilidad y el aislamiento son frecuentes, en muchos casos
acuden a escondidas a la consulta con miedo a que su pareja lo sepa y a las
posibles consecuencias, el castigo y
también el miedo a provocar una ruptura. No suelen contarlo, si lo hacen es con
amigos/as y raramente con la familia. No tienen clara la decisión de la ruptura
y dudan de su percepción de los hechos, así como de la “solución” a lo que
están viviendo.
Las agresiones físicas suelen ser puntuales, las agresiones
psicológicas, de control y aislamiento tienden a ser más frecuentes, formando
parte de la rutina de la relación. En el caso de las parejas casadas, este
estatus parece conferir mayor autoridad a la parte que ejerce maltrato.
El caso de los hombres, aunque en líneas generales responde a
patrones similares, la violencia puede aparecer
también en parejas menos estables, incluso en encuentros ocasionales,
especialmente en jóvenes (menores de 30), donde vuelve a ser más frecuente la
agresión directa, física y verbal. Aunque se vive el hecho como vergonzante,
suelen tener procesos rápidos para identificarse como victimas y para ver como “solución” la ruptura. Buscan
más el apoyo cuando lo precisan, contando lo sucedido a amigos y familiares.
Con cierta frecuencia responden a la agresión, pero las agresiones físicas
suelen suponer un punto de inflexión en la pareja que implica la ruptura. Hay
menos facilidad para identificar el maltrato psicológico y reaccionar a él.
Suele ser la agresión física el
detonante de la toma de conciencia. Es menos frecuente desarrollar una
“identidad” de maltratado, cosa que si sucede en las “mujeres maltratadas”
heterosexuales y con cierta frecuencia en las lesbianas; En el caso de los
hombres es menos frecuente que incorporen a su autoimagen, a su identidad, el
maltrato, suelen vivirlo como algo “puntual”. Excepto cuando se prolonga mucho
tiempo, en este caso si se incorpora en la autoimagen la “dificultad” de
manejar o salir de este tipo de relaciones, o la “tendencia” a repetir
situaciones similares.
En parejas estables encontramos dos realidades muy distintas: De
una parte la pareja estable de hombres que repite, siempre con matices, el
modelo general de violencia en pareja (que ya conocemos).
Y por otro lado una dinámica nueva que contradice todo lo anterior.
Nos encontramos con una pareja estable de edad media-alta 35-50 años, con frecuencia con una diferencia
de edad y sobretodo con una marcada diferencia de poder o estatus (económico,
cultural o social), puede haber un miembro de la pareja que viva en el
domicilio del otro o dependa económica y socialmente de su pareja. Hasta aquí
la escena es muy similar al maltrato en al mujer hace 40 años. Lo sorprendente
es que el miembro con más poder es quien recibe los malos tratos.
Las diferencias de poder suelen marcar una dinámica muy visible
externamente, ante los demás el que ejerce maltrato puede ser sumiso y
servicial. Las discusiones suelen iniciarse en torno al ejercicio del poder
(ser humillado, depender económicamente, no ser tenido en cuenta, sentirse
obligado a hacer algo…). Estas
discusiones pasan con facilidad a la agresión física justificada por sentirse
victima de maltrato psicológico, este agresor, luego pide perdón y compensa lo
sucedido. Ambos suelen acumular rencor y ambivalencia afectiva. El agredido
suele tener clara la decisión de romper la pareja, pero no encuentra la forma
de hacerlo, la culpa y el vínculo les paraliza, pues el arrepentimiento del
agresor y sus compensaciones, junto con la responsabilidad de afectar a esa
persona con su decisión (dejar a esa persona en la calle o sin dinero, o
denunciarle cuando esta irregular, etc.) les hacen bloquearse y mantener la
relación a su pesar. Esto normaliza las “venganzas” y el ejercicio de una
violencia “justificada” en lo “sufrido” anteriormente. Una de las partes,
considerada tradicionalmente “agresor”, tiene mayor tendencia a iniciar las agresiones físicas (que son
legalmente el origen del concepto de maltrato y la tipificación de este
delito).
Como cierre a estas reflexiones fruto de mi experiencia como
psicólogo en estos 16 años (En el programa de Atención a Homosexuales y
Transexuales de la Comunidad de Madrid, en gabinete privado especializado en
LGTB, la Asesoría Psicológica del COGAM,
Servicios Sociales Generales, en el Programa Paz en Casa, etc.), quiero
añadir que estas conclusiones son fruto del análisis de casos, de una casuística
amplia en número y variedad, pero no pretende ser un estudio estadístico. Considero que estas
notas pueden ayudar y animar a otros profesionales a profundizar en esta
realidad.
Con todo el respeto y mi apoyo a las personas que se han visto
atrapadas en relaciones violentas.
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